EL EFECTO DOMINÓ
Desde
finales del S. XX se ha venido produciendo un interés cada vez mayor en el
estudio y comprensión de las emociones y en cómo éstas influyen y determinan
nuestro día a día, las relaciones con los demás y en definitiva nuestra propia
vida.
Estamos
comprobando como ni el propio Sistema Educativo ni las pautas educativas que
hemos aprendido de nuestros padres son útiles ahora, en un mundo que ha
cambiado de manera sustancial.
Numerosos
estudios científicos han demostrado que el nivel de atención de nuestros hijos
es ahora mucho menor que el que nosotros teníamos a su edad. La
sobreestimulación a la que están sometidos a través de la televisión, los
videojuegos, los móviles, etc. y la posibilidad de ir pasando de una actividad a
otra rápidamente han supuesto, entre otras cosas, que su capacidad de
concentración haya disminuido. Sin embargo, el Sistema Educativo todavía
utiliza las mismas técnicas que a principios del S. XX, cuando todo (desde el
ritmo de vida hasta el propio sistema familiar y las pautas educativas que se
trasmitían en él) era muy diferente.
Otro
aspecto a destacar y que se ha visto modificado en los últimos tiempos ha sido
el planteamiento, casi filosófico, de qué es lo importante en la vida. Durante
la década de los 90 se vendió la imagen de que para que una persona fuera considerada
triunfadora debía obtener sus mayores logros en el ámbito empresarial, a través
de una formación específica y cuanto más completa mejor, un trabajo competitivo
en el que cuantas más horas permaneciera mejor, y una personalidad fría y
exigente que le permitiera ascender cuanto más alto, mejor. Esta forma de
entender a las personas triunfadoras ha estado mantenida y propiciada por un
sistema educativo cuyos valores principales han sido la competitividad y la
evaluación continua.
Posiblemente,
si de algo ha servido la actual crisis económica de tan larga duración, ha sido
para darnos cuenta que estos valores nos han llevado a una sociedad donde el
consumo de ansiolíticos y antidepresivos ha alcanzado máximos históricos. Y es
que, hemos construido una sociedad consumista y competitiva que no es feliz.
Por
eso, desde hace una década, el estudio de la psicología positiva, de la
felicidad y del papel de las emociones en nuestro día a día ha cobrado tal
auge. Sobre todo en el ámbito educativo. Queremos que nuestros hijos, la próxima
generación, no sufra los mismos problemas que hemos tenido nosotros, que cambie
su forma de pensar, sus prioridades y que sean, en la máxima medida posible,
felices.
Para
conseguir este objetivo, podemos plantear la necesidad de que el sistema
educativo cambie, que nuestros políticos
modifiquen el currículum escolar para dar cabida a las competencias
emocionales, que la sociedad en su conjunto comience a valorar los aspectos
sociales y personales como claves del éxito personal. Sin embargo, este enfoque
no es el más correcto, de hecho puede conducirnos a una profunda decepción.
El
cambio solo puede producirse desde dentro, cuando cada madre y cada padre, cada
maestro y maestra, comiencen a entender que el cambio debe ser personal. Que si
cambio yo, cambian los niños, y por lo tanto el futuro. Si nos centráramos en
analizar qué pautas educativas no me han sido útiles, como puedo fomentar la
autoestima de mis hijos sin etiquetarlos ni juzgarlos, cómo puedo enseñarles
las cosas buenas de la vida en lugar de centrarme en los peligros que acechan,
puedo conseguir que a través del ejemplo, mis hijos cambien su perspectiva.
Este cambio de enfoque se da en el día a día, en el detalle, en las pequeñas
cosas.
- Si
le digo a mi hijo “eres un desastre”, lejos de motivarlo consigo que esa
etiqueta sea parte de su autopecepción y por lo tanto, actuará como un desastre
y su conducta será un desastre.
- Si
lo que escucha de mí es la queja continua (sobre el gobierno, sobre tal
familiar, sobre el vecino) aprenderá a centrarse en lo negativo de todo lo que
le rodea. Aquí subrayo el adjetivo “continua” porque es evidente que nos
podremos quejar de aquello que no me gusta, pero al tiempo, es mucho más
productivo hacer ver a mi hijo la cantidad de cosas “chulas” que tiene la vida,
desde una puesta de sol hasta la sonrisa de un amigo.
- SI
evalúo a mis hijos a través de las
calificaciones escolares, le enseño que cualquier otro aspecto de su
personalidad no es importante. Es necesario centrarse y valorar el esfuerzo,
cómo son nuestros hijos de “buenas personas”, como ayudan a sus amigos, qué
habilidades positivas tienen, y reforzarlas y alabarlas casi más que una nota
en un examen.
- Si
programo una agenda a mis hijos cargada de actividades extraescolares a las que
les apunto sin pedirles su opinión, sólo porque creo que eso les dará un futuro
profesional más exitoso, si hago que mis hijos tengan jornadas laborales de más
de ocho horas en las que el juego no tiene cabida, si priorizo mis tareas
pendientes al hecho de tumbarme en el suelo a jugar con ellos, estaré coartando
la creatividad y la imaginación que solo se consiguen con el juego, con la
diversión y con el disfrute de una etapa tan trascendental como es la infancia.
- Si
mis hijos nunca me ven sonreir porque estoy tensa, porque la ansiedad que me causa
los problemas de conciliación no me deja disfrutar de cinco minutos para mí,
porque no llego a tener la casa perfecta como la tenía mi abuela mientras
intento ser una profesional de éxito como mi padre, les estaré enseñando que
ser feliz no es un objetivo de vida.